En la soledad marchita de mí ser, el dolor vacío, inmundo y frío de mi corazón. En la locura ciega del que todo lo ha perdido. En la amargura de una vida sin sentido. Vagar por una eternidad inimaginable y mágica, con la certeza de no tener un destino escrito, con la fuerza en nuestras manos de cambiar un futuro incierto, tan irresistiblemente místico que jamás acertaras a entender de una manera lógica y razonable. Para poder dejar en algún punto de este camino imaginario, el cual… es la vida, de entender. Entender por que la vida se nos escapa de entre los dedos, que por más que nos aferramos en tenerlos unidos, no podemos evitar, que poco a poco se nos vallan los segundos, minutos, horas, días, meses, años… hasta ese momento en el que nos encontramos cara a cara con la única verdad inalterable, dolorosa y a veces dulce, de nuestra muerte. Recuérdalo… aunque no quieras, esa y no otra, es la única verdad del mundo… esa y no otra será la que nos abrazará al final de todo… esa y no otra, será la que ponga fin a tus alegrías, a tus penas y tus miserias… esa y no otra, es la que tantas veces has creído sentir junto a ti.
Por eso miro a tus ojos, sintiendo un calor inmenso y te pregunto: ¿Mereció la pena esperar tanto? ¿Mereció la pena tanto padecimiento inútil? Tana rabia contenida, tanto pedir perdón, sin saber si nos han perdonado, tanto dolor por aquellos labios que jamás pudimos besar. ¿Dime que es lo que sientes? Y por favor, antes de nada, dime que me perdonas, pero no con tu boca, quiero que lo hagas con tu alma y sólo así me marcharé para siempre… me iré… dejaré de existir de una forma física. Pensaré que todo fue un sueño y dormiré sin esperar nada… seré feliz, estúpidamente feliz.
¿Morir?... quizás no sea tan malo.
Texto: Manuel Henestrosa de Antillon.
No hay comentarios:
Publicar un comentario